Relatos cortos
Punto muerto
Hacía quince años que no había visto a Clara. Recordaba que tenía el pelo más rizado que jamás había visto y la piel tersa y morena, fruto de una madre keniana y padre español. Tenía inmortalizada en su mente la sensualidad de sus palabras —y de sus dedos —, la influencia de sus discursos, la apasionada creencia en un mundo mejor. Así era Clara, puro espíritu salvaje; mientras que ella, se encontraba atrapada entre la oficina y el colegio, las facturas y el dentista, los disfraces de carnaval y los adornos navideños. Se preguntó si su amiga habría logrado escapar de ese destino.
Miró por enésima vez el chat para asegurarse que estaba en la ubicación correcta. La citó en un pequeño restaurante situado en una calle empedrada del centro de Madrid. Tenía un aire vintage que la transportó a aquellas tardes que ambas compartían, soñando con ese viaje eterno, denunciando las injusticias. ¡Qué tiempos aquellos! Se sentó en una pequeña mesa al fondo del local, desde donde podía ver la puerta abrirse, y las hojas de los árboles revolotear con el viento, algunas entraban y se posaban tranquilas entre los taburetes de la barra.
Pidió una infusión de rooibos de frutas del bosque mientras la esperaba. Muy caliente, con sacarina. No sabía si iban a comer juntas o simplemente un picoteo. Así que optó por algo que siempre le sentaba bien. Junto con la taza y la tetera humeante le trajeron la carta con el menú. Lo rechazó amablemente. Tenía el móvil en la mesa, pendiente por si la llamaban de la oficina o del colegio. Ya le había dicho a Clara que no tendría mucho tiempo; aun así, esta se retrasaba. No había cambiado, sonrió. Se preguntaba qué extraño poder le había ofrecido Dios a su amiga como para no estar nunca sujeta al tiempo. Le parecía fascinante. Habían pasado más de veinte minutos y no entendía por qué seguía allí esperándola. Se enfadó con ella misma por haber imaginado tan siquiera que Clara iba a cumplir con su palabra. ¿Qué esperaba de ella?
Qué manera más absurda de perder el tiempo, pensó.
De repente, una mano enguantada en piel le sujetó el codo desequilibrándola y obligándola a seguir el rumbo de aquel desconocido que le llevaría a una furgoneta azul aparcada a una manzana.
– Venga conmigo. Clara la espera.
Alguien abrió la puerta lateral de la furgoneta, y la misma mano la empujó dentro. El cierre brusco la asustó y ahogó un grito en la mano de Clara.
– Tranquilízate Mery. Soy yo.
– ¿Qué es esto?
– Vamos a ir a un lugar seguro y ya te voy contando ¿de acuerdo?
Asintió porque no podía escapar. Se tomó un momento para reconocer a su amiga. Vestía con unos vaqueros gastados, una camiseta de propaganda de GreenPeace de color verde oliva y su larga melena rizada ahora era más bien rojiza y a la altura de los hombros.
– ¿Quién eres? –se le ocurrió preguntar-.
– Siento las maneras, pero necesito tu ayuda.
Salieron de Barcelona por la ronda y se dirigieron a la carretera de curvas del cementerio. Aparcaron en un lugar lo suficientemente escondido del mundo y siguieron a pie un buen rato. Sin hablar, esquivando piedras, arbustos, matorrales. Espinas que se enganchaban en las caras medias de Mery, y un terreno que estropeaba sus zapatos.
– ¿Cuántos hijos has tenido? –preguntó por el camino Clara-.
– Dos. Jonathan de diez y Elisabeth de seis.
– ¿Te acuerdas que dijimos que tú serías la tía Mery y yo la tía Clara? Supongo que ya son mayores para presentarles a una tía nueva, ¿verdad?
– Supongo. ¿Qué paso? ¿Por qué te fuiste?
El séquito de matones que iba en frente se paró. El hombre de las manos enguantadas dejó de sujetarla y la ayudó a sentarse en un pedrusco lo suficientemente grande como para albergar su trasero. Ellos se quedaron de pie, en círculo y Clara paró en cuclillas frente a ella.
– Te necesito Mery. Tienes en tus manos un bien para la humanidad. Conoces a un hombre capaz de poner fin al vertido de escombros y basuras en los océanos. Está a punto de cerrar un trato con la O.N.U y tenemos que impedirlo.
Clara tan solo miraba a su antigua amiga, perpleja. Intentando adivinar qué tenía que ver en ese asunto.
– Se llama Ernesto Codina. Es cliente de tu bufete.
– ¿Cómo lo sabes?
– Le hemos estado investigando. En su laboratorio han encontrado una fórmula química para quemar los residuos tóxicos de la basura de un modo rápido, eficaz y sobretodo limpio. Los gobiernos pretenden comprar la fórmula para esconderla en el cajón de los inventos.
– ¿Y qué interés tendrían los Gobiernos en ocultar eso?
– Intereses. Hay empresas muy influyentes que se dedican a reciclar esos desechos incluso los venden en África. No puedo contarte ahora todo lo que sé. Pero es urgente que puedas organizar un encuentro con nosotros.
– ¿Puedes hacerlo?
Permaneció unos minutos en silencio, valorando la información. Le parecía ruin la manera en la que Clara se había puesto en contacto con ella. Pero comprendía la importancia del asunto, puesto que con esa gente es mejor no enemistarse. Sintió algo llamado miedo, que hacía tiempo que no tenía. Había controlado muy bien todos los asuntos de su vida y ahora, por un momento; sintió emoción. Clara lo vio en sus ojos. Vio aquel brillo de cuando sabían que iban a meterse en líos cuando eran unas niñas.
– Lo harás. Sé que lo harás. –Sonrió Clara-, por eso vine.
Pero no era emoción lo que estaba sintiendo, ni siquiera curiosidad o nostalgia. Era un terror absoluto que le recorrió la columna, haciendo que sudara más de la cuenta por un instante en el que se le pringaron las manos. ¿Habría descubierto Clara su secreto? No era una coincidencia que le pidiera ayuda a ella. De hecho, no lo era.
Ernesto Codina apenas podía conciliar el sueño desde que le habían mandado las instrucciones. Él había trabajado para el mundo, no para el Gobierno. Todos los asesores le advertían de los riesgos que correría si no entregaba sus estudios a aquella Organización corrompida. Por suerte ya había hecho los trámites de patente y su abogada le había asegurado que nadie podría reclamarle nada nunca. Era suyo y podía hacer con él lo que quisiera.
Era bien simple: Dinero o tragedia. Estaba a punto de vender su alma al diablo cuando recibió el mensaje de Mery.
Quedaron en el mismo café donde Clara la había citado. Sabía qué iba a decir y cómo lo iba a plantear.
– Tienen a Jonathan y a Elisabeth. No puedes aceptar la propuesta del Gobierno. Nos han estado siguiendo. Saben lo nuestro.
Estaba aterrada. Tenía los ojos tan rojos e irritados que parecía que le sangrasen. Había llorado durante toda la noche, porque cuando llegó a casa ellos ya no estaban. Confiar en Clara había sido el error más grande que jamás había cometido, mucho más que acostarse con un cliente. Mucho más que enamorarse de Ernesto Codina.
Lo miraba perpleja esperando su respuesta. Él, de repente, había envejecido quince años. Se tocó maniáticamente las sienes con las dos manos, la miró a los ojos y le dijo lo único que podía decir:
– Ya he aceptado. También tienen a mis hijos, Mery.
Ya lo has leído todo y piensas que ojalá esta autora publique más. Quizá quieras ayudarme a que el próximo lanzamiento sea más rápido e inmediato. El proceso de escritura no puede forzarse, pero si el de publicación. Debes saber que sigo trabajando, que el proyecto está en marcha y que quizá, con tu aportación, podamos hacer que vea la luz mucho antes. Gracias infinitas, querido lector.